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En este momento de pandemia, somos más conscientes que nunca que nuestra vida depende, en gran parte, de cómo se comporte el grueso de la población. Nos repiten, día detrás día, que “de nosotros depende” que la situación de alarma sanitaria remita o aumente.
Por eso, se entiende el miedo, la rabia y la impotencia que uno o una puede sentir al salir a la calle y ver las terrazas llenas de personas reunidas, sin mascarilla, sin distancia, sin conciencia aparente. También impresionan algunas avenidas masificadas, las fiestas caseras, los jóvenes con la mascarilla siempre en la mano. Y pronto veremos como las playas, los hoteles, los aeropuertos y el transporte público se llenan de personas igualmente desprotegidas. Bienvenidos a la desescalada.
Pero estar enfadado por como los otros gestionan la situación genera malestar personal, estrés, pensamiento automático y recorta la posibilidad de buscar estrategias creativas para afrontar los acontecimientos.
“Deja al otro en paz”, repetía siempre un gran formador con el que tuve el placer de coincidir. Poner el foco de atención en aquello que hacen los demás no permite encajar bien ni la responsabilidad ni el cambio personal.
Por eso, tomar conciencia de cómo nos sentimos nos permitirá transformarlo en algo más positivo y nutritivo para nosotros mismos. Aquí van algunas claves:
Por todo esto, aceptar cierta ignorancia e impotencia es un primer paso para sentirnos menos responsables y menos enfadados.
Esto no quiere decir necesariamente resignarnos. Podemos dar ejemplo con nuestros vecinos con una actitud respetuosa, podemos poner-nos la mascarilla y mantener la distancia creando una tendencia y una forma de estar, podemos sensibilizar a la gente, podemos generar mensajes creativos y positivos a favor de algunas medidas, podemos educar a los alumnos o a los hijos, podemos, podemos, podemos…
Ahora bien, irritarnos y mortificarnos cada vez que vemos a una persona desprotegida es un precio a pagar muy elevado por un hecho en el que, por mucho que nos enrabiamos, no podemos incidir.
Y es que, aunque ahora sentimos que parte de nuestra vida está en manos de los otros, en realidad esta condición ha existido siempre: mis conciudadanos me ponen en peligro cuando conducen bebidos, cuando votan partidos no respetuosos con las minorías, cuando evaden impuestos, cuando tiran residuos al mar. Incluso cuando están atentando contra su salud y su sistema inmunológico en base a hábitos poco saludables. Todo esto también nos pasa factura, tal vez de manera más invisible.
Por lo tanto, es urgente hacer una buena gestión emocional individual de aquello que depende de una amplia mayoría y que no podemos controlar, no sea que muramos antes de rabia o de impotencia, que por un nuevo virus mundial.
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