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Imagina por un momento que mañana sales de tu casa para ir al trabajo y en la esquina te encuentras con un compañero que hace tiempo que conoces. Durante el trayecto, se queja de la nueva normativa en la empresa, de lo mal que está el mundo, te juzga por tus miedos, por tus retrasos, por tus dificultades. Este compañero es ansioso, habla compulsivamente, te transmite sus dudas, sus miedos, sus juicios y sus críticas de forma repetida, como en un bucle. Imagina que estás en la puerta del trabajo, a punto de entrar, y te paras un instante. Date cuenta de cómo te encuentras. Es posible que sientas agobio, cansancio, apatía o desanimo.
Pongamos ahora que, al salir de casa, divisas al compañero al otro lado de la calle pero consigues esquivarle. Al emprender el camino te encuentras con otro compañero, con el que también tienes una relación íntima. Éste, sin embargo, te acepta como eres -con tus luces y tus sombras-, te recuerda sonriente que hoy podrías aprender algo nuevo, te felicita por tus logros, respeta tus silencios, tatarea canciones que te gustan y te concede la palabra. Ahora respira unos segundos y conecta con tus emociones. Es probable que sientas cierta tranquilidad, alegría, positividad o motivación.
Pregúntate ahora: ¿cómo cambia mi día según con qué compañero recorro mi camino? ¿Con qué ánimo llego a esa reunión, intento resolver un problema o empiezo el proyecto nuevo en ambos casos?
La verdad es que ese compañero siempre está aquí. No solamente te acompaña a la puerta del trabajo, también entra contigo a la oficina, te acompaña en tus tareas, come contigo, viene al gimnasio, a la ducha y hasta se mete en tu cama. Ese compañero nunca te abandona, porque se llama Diálogo Interior y es difícil esquivarle.
Ahora bien, aquí viene la buena noticia: tu, y solamente tu, puedes decidir con qué compañero convives. Pon un poco de atención y decide como comunicarte contigo mismo:
El primer paso es darte cuenta de qué cuenta tu diálogo interior. Este es el proceso más complicado, porque los que nos decimos al oído es algo arraigado en nosotros y con un procesamiento muy automatizado. Pero si le ponemos atención y empeño será de gran utilidad hacerlo consciente. Una fórmula para ayudar a esa toma de consciencia es ponerte unas alarmas en el móvil (en momentos del día que puedas atender) y en ése instante darte cuenta de qué estabas pensando justo antes, qué te estabas contando y como.
El segundo paso es modificar qué me digo en ese momento. Puedo escribirlo en un papel, o simplemente repetírmelo para darme cuenta. Si mis palabras son limitantes, tendré que cambiar el relato para que éste pueda potenciarme. No se trata de contarse mentiras ni tergiversar la realidad. Se trata de revisar si aquello que me digo es objetivo, y si podría tener otras versiones, elegir una más funcional o ecológica para mi. Uno puede elegir cuál es la visión o interpretación de los hechos que le es más favorable o potenciadora. Si me descubro diciéndome “lo hago mal” puedo cambiarlo por “me gustaría mejorar” o “todavía lo estoy aprendiendo”. Si me estaba diciendo “me equivoqué” puedo decirme “lo hice lo mejor que supe en aquél momento” e incluso añadir “y en esa ocasión no fue suficiente para alcanzar mi reto”.
El tercer paso es poner atención en el cómo me comunico conmigo mismo/a. Quizá puedo hablarme amablemente, pedirme las cosas por favor, darme permiso para el error, la postergación y la duda.
Quizá así pueda, y deba, tratarme como si yo fuera la persona más importante de mi vida. Si yo no me hablo con respeto, paciencia, generosidad y afecto, ¿cómo pedir a los demás que lo hagan conmigo?
Así que, si quieres cambiar tu relación con el mundo, quizá puedas observar primero como te hablas a ti, puesto que toda comunicación empieza con uno mismo/a.
Bienvenido a tu mente: ¿qué ambiente quieres encontrar aquí?
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